PARTE I: INTERFERENCIA
CAPÍTULO 1:
RESONANCIA
Me despierto sudando, con frío como si fuera invierno, siempre a la misma hora... 4:17.
No a las 4:16, ni a las 4:18, no. Siempre a la misma hora, mismo minuto, como si mi cerebro tuviera programada una alarma cuántica que ningún médico puede explicar.
Hikari del Álamo abrió los ojos en la penumbra de su apartamento en el Eixample, el sudor frío le pegaba la camiseta al pecho mientras los últimos fragmentos del sueño se disolvían como sal en el agua: un destello verde imposible rasgando el cielo nocturno, un grito que podría ser suyo o de cualquier otro, y luego el chapoteo sordo de algo —alguien— cayendo... hundiéndose en lo más profundo y oscuro del agua. El tinnitus llegó después, ese pitido agudo en el oído izquierdo que los nanomeds apenas conseguían silenciar, como si el sueño dejara un eco físico que reverberaba en sus huesos mucho después de despertar.
Se sentó en el borde de la cama, los pies descalzos encontraron el suelo tibio —calefacción geotérmica, uno de los pocos lujos que se permitía con un sueldo de investigador—. Por la ventana, Barcelona dormía bajo un manto de luces LED que imitaban el espectro lunar, el mar Mediterráneo era apenas visible, como una mancha negra más allá de las torres de condensación atmosférica. No había mensajes de Lena. No había habido mensajes de Lena en tres días, desde su última pelea sobre las horas que pasaba en el laboratorio, sobre cómo se perdía en sus propios pensamientos incluso cuando estaba físicamente presente, sobre promesas rotas de cenas y fines de semana que siempre terminaban sacrificados al altar de un experimento más, una calibración más, solo una prueba más.
La cocina se iluminó con su presencia, los sensores anticipando su rutina matutina. Café de algas —el grano tradicional era un lujo que costaba medio sueldo— y la dosis diaria de nanomeds que mantenían el tinnitus bajo control. Mientras el dispensador médico escaneaba su muñeca y ajustaba la dosis según sus niveles de cortisol, Hikari observó su reflejo en la superficie negra del refrigerador: veintiocho años que se sentían como cincuenta, ojeras que ningún tratamiento cosmético lograba borrar, el pelo negro heredado de los del Álamo cayendo desordenado sobre unos ojos que Lena solía decir que cambiaban de color según la luz. “Como si tuvieras el mar atrapado ahí dentro”, le había dicho la primera noche que pasaron juntos. Ahora probablemente diría que parecían más un pozo sin fondo.
El dispensador emitió un suave silbido. Dosis ajustada: 15% más que la semana anterior. Los sueños estaban empeorando.
El trayecto al laboratorio era un ritual en automático. Metro magnético desde Diagonal, transbordo en Plaça Catalunya donde los túneles del siglo XX se fundían con las nuevas arterias de vacío, y emergía al final en el campus de la UPC. La descompresión gradual en los oídos mientras el tren ascendía desde los túneles profundos, esa presión en los tímpanos que le recordaba demasiado al agua de sus sueños, y luego —como un buzo que ha contenido el aliento demasiado tiempo— la explosión hacia la superficie rompiendo la tensión superficial del agua: luz mediterránea golpeando las retinas, los pulmones expandiéndose con aire que sabía a sal y condensación, el mundo recuperando colores que la oscuridad subterránea había devorado. Siempre emergía jadeando sin darse cuenta, como si realmente hubiera estado aguantando la respiración durante los veinte minutos de trayecto bajo tierra.
El ICFO apareció ante él como una estructura de cristal y acero que capturaba las primeras luces del amanecer, dispersándolas en patrones de interferencia sobre su fachada. Arquitectura honesta: un edificio que no ocultaba su obsesión con la luz.
El laboratorio Quantum-ICFO-3B estaba en el tercer subsuelo, donde los costos de refrigeración para los sistemas cuánticos se reducían marginalmente. Hikari pasó su muñeca por el lector biométrico y descendió por las escaleras de emergencia —los ascensores lo hacían sentir atrapado desde que los sueños comenzaron a intensificarse—. El pasillo olía a nitrógeno evaporado y café rancio, la combinación característica de cualquier departamento de física experimental. El zumbido constante de las bombas de vacío creaba una sinfonía de fondo que sus colegas habían dejado de escuchar hacía años.
—Llegas temprano —la voz de la Dra. Matsuda flotó desde el interior del laboratorio antes de que Hikari cruzara la puerta. Su supervisora estaba inclinada sobre el criostato principal, ajustando algo en los controles de temperatura—. ¿Los sueños otra vez?
Hikari no respondió, lo cual era respuesta suficiente. Se puso la bata antiestática y comenzó a revisar los logs nocturnos del QNet. El experimento de hoy era crítico: después de meses de preparación, intentarían mantener un cristal de diamante sintético en superposición cuántica macroscópica durante más de un segundo. Si funcionaba, sería la primera vez que un objeto visible al ojo humano mantuviera coherencia cuántica el tiempo suficiente para realizar mediciones significativas.
—Todo verde en los subsistemas —reportó Yuki desde su estación, sus dedos danzando sobre interfaces holográficas—. Marcus ya tiene el láser de bombeo calibrado.
El cristal descansaba en el centro de la cámara de vacío como una estrella capturada: un milímetro cúbico de carbono perfectamente ordenado, tan puro que parecía contener su propia luz. A través de las ventanas de zafiro sintético, Hikari podía ver los cables superconductores serpenteando hacia los detectores, cada uno más delgado que un cabello humano pero capaz de registrar fluctuaciones cuánticas de femtosegundos. Todo el montaje vibraba con esa tensión particular de los momentos previos a un experimento crucial, cuando años de teoría se reducían a si los números en una pantalla decidían cooperar o no.
—Iniciando secuencia de enfriamiento —anunció Marcus, sus manos moviéndose con la precisión de un cirujano sobre los controles—. Llevamos el criostato a cincuenta milikelvin en... tres, dos, uno.
El zumbido del sistema de refrigeración dilutiva cambió de tono, descendiendo hacia frecuencias que Hikari no escuchaba, pero podía sentir, como si el laboratorio mismo estuviera conteniendo la respiración.
La Dra. Matsuda se acercó al panel principal, su reflejo se multiplicaba en las superficies pulidas del equipo. A sus sesenta años, movía las manos por los controles holográficos con la seguridad de quien ha pasado décadas domesticando lo imposible.
—Coherencia inicial al noventa y dos por ciento —leyó, frunciendo ligeramente el ceño—. Hay una fluctuación en el campo de confinamiento. Yuki, ¿puedes compensar?
—Ajustando parámetros del campo B —respondió Yuki sin apartar la vista de sus lecturas—. Debería estabilizarse en... ahí está. Noventa y seis por ciento.
Hikari observaba los números danzar en su propia pantalla. Todo parecía nominal, pero algo en su estómago se retorcía —esa presión fría y líquida que llegaba justo antes de los sueños, como si sus órganos supieran algo que su mente consciente se negaba a procesar—. El mismo peso en el diafragma, la misma certeza animal de que algo fundamental estaba a punto de desgarrarse. Era ridículo, lo sabía. Los presentimientos no tenían cabida en un laboratorio donde cada variable estaba controlada hasta el sexto decimal. Y sin embargo…
—Iniciando protocolo de superposición —anunció, sus dedos suspendidos sobre el comando final—. Todos los sistemas en verde. Campo de aislamiento activo. Decoherencia ambiental en mínimos históricos.
—Es ahora o nunca —murmuró Marcus y, por primera vez en la mañana, Hikari detectó nerviosismo en su voz.
El láser pulsó. Un único fotón, seguido de otro, y otro, cada uno calibrado para golpear el cristal en ángulos precisos, forzando sus átomos hacia ese estado esquivo donde existían y no existían, vibraban y permanecían inmóviles, ocupaban todos los estados posibles hasta que alguien se atreviera a observar.
El contador en la pantalla comenzó su ascenso: 0.1 segundos... 0.2... 0.3…
—Coherencia sostenida —susurró Yuki, como si hablar más alto pudiera colapsar el estado cuántico—. El cristal está respondiendo.
0.4... 0.5... 0.6…
El tinnitus en el oído de Hikari se intensificó, pero era diferente esta vez. No el pitido agudo de siempre, sino algo más profundo, más resonante, como si alguien estuviera afinando un diapasón dentro de su cráneo. La sala comenzó a contraerse como un puño cerrándose lentamente: primero las paredes parecían inclinarse hacia adentro, luego el techo descendió en ondas imposibles, y los bordes de su visión se volvieron líquidos, derritiéndose y reformándose en patrones que recordaban a la superficie de un lago cuando una piedra la perturba. Era como mirar a través de una lente que alguien estuviera deformando en tiempo real, cada parpadeo revelando una geometría ligeramente diferente del espacio.
0.7... 0.8…
—Anomalía en el patrón de interferencia —la voz de Marcus rompió el tenso silencio—. Los detectores están registrando... esto no puede ser correcto…
Hikari parpadeó, intentando enfocar la pantalla. Los números seguían viéndose claramente, pero detrás de ellos, como una imagen doble, veía otra cosa: un despacho con paredes de madera oscura, diplomas enmarcados, una mujer de traje gris extendiendo documentos sobre un escritorio. El olor a papel viejo y perfume caro se mezcló imposiblemente con el aire del laboratorio. En el fondo, apenas audible, el tic-tac de un reloj analógico —algo que no había escuchado en años.
—¿Hikari? —la voz de Matsuda llegaba en oleadas, distorsionada, como si gritara su nombre desde el fondo de un pozo mientras él se hundía en dirección opuesta—. Hikari, tus lecturas biométricas se están disparando…
0.85... 0.87…
El mundo palpitaba. Su pulso, sincronizado con algo más grande. Más antiguo. El cristal en la cámara de vacío ardía con una luz propia, una luz que no venía de ningún láser.
0.9 segundos.
Y entonces el mundo se partió por la mitad.
No fue como caer. Fue como ser arrancado de raíz.
Un instante estaba en el laboratorio Quantum-ICFO-3B, rodeado de criostatos y láseres, y al siguiente... no. Su cuerpo seguía allí —podía verlo desde algún ángulo imposible, inmóvil frente a la consola mientras Matsuda corría hacia él— pero su consciencia había sido succionada hacia otro lugar, otro momento, otra piel.
Las manos que veía no eran las suyas. Más pálidas, con venas azules visibles bajo la piel, un anillo de matrimonio que no reconocía. Temblaban mientras sostenían un bolígrafo sobre un documento. La oficina olía a cuero viejo y ese perfume empalagoso que ya había percibido, pero ahora era abrumador, real, presente.
—Solo necesita firmar aquí, Sr. Del Álamo —la mujer del traje gris sonreía con dientes demasiado perfectos. Helen Sutter, su mente lo supo sin saber cómo, el conocimiento llegaba como un eco a través del tiempo—. Y aquí. Iniciales en esta página.
La voz que salió de su garganta no era la suya: —¿Están seguros de que pueden ayudar a Elías? Han pasado ocho años. Los otros médicos dijeron…
—Los otros médicos no tienen acceso a nuestra tecnología —Helen inclinó la cabeza, estudiándolo—. Los patrones cerebrales de su hermano muestran coherencia cuántica sostenida. Es único, Sr. Del Álamo. Si nos permite estudiarlo mientras desarrollamos la cura, revolucionaremos la neurociencia. Tendrá acceso completo, por supuesto. Podrá visitarlo cuando quiera.
Teodoro. Estaba en el cuerpo de Teodoro. El conocimiento llegó como una descarga eléctrica, trayendo consigo fragmentos de memoria ajena: noches sin dormir, artículos médicos subrayados con desesperación, la imagen de Elías conectado a máquinas, siempre inmóvil, siempre ausente.
La mano de Teodoro —su mano— se movió hacia el documento. Por un instante imposible, Hikari sintió un conato de control, un tirón en sus propios tendones fantasma para detener el bolígrafo. Luchó. Pero la voluntad de Teodoro, forjada en ocho años de desesperación, era un torrente imparable. Su propio horror fue ahogado por una oleada de amor fraternal ajeno que lo arrastró consigo, convirtiéndolo en cómplice. Quería firmar y no quería. Necesitaba salvarlo y sabía que lo condenaría. Los sentimientos se fundieron hasta ser indistinguibles: la desesperación de Teodoro, el horror de Hikari, la necesidad animal de hacer algo, cualquier cosa, para no seguir viendo a Elías desvanecerse un día más.
La firma se derramó sobre el papel como sangre de una herida: Teodoro del Álamo, cada trazo del bolígrafo excavando surcos que atravesarían el tiempo, cada curva de tinta azul oscura grabándose en la realidad con la permanencia de una cicatriz. Sus dedos se aferraron al bolígrafo como si fuera un salvavidas, incapaces de soltarlo incluso después de que la última letra quedara plasmada.
—Excelente decisión —Helen recogió los papeles con movimientos precisos—. El tratamiento comenzará la próxima semana. Le aseguro que no se arrepentirá.
Sí, lo harás, pensó Hikari, pero el pensamiento se perdió en el vértigo del regreso.
El tirón fue brutal.
Primero sintió que su consciencia se desgarraba, como si alguien arrancara vendajes de carne viva. El despacho de 2006 comenzó a fragmentarse: las paredes se derritieron hacia arriba, los colores sangraron unos sobre otros, y él cayó —no hacia abajo sino hacia afuera—, expulsado a través de capas de tiempo que le raspaban el interior del cráneo. Cada año entre 2006 y 2098 lo golpeó como una ola: guerras que no conocía, muertes que no había llorado, tecnologías naciendo y muriendo en cascadas de progreso acelerado. Su mente gritaba, intentando procesar noventa y dos años comprimidos en un instante de tránsito imposible.
Luego vino el impacto.
El laboratorio no regresó gentilmente. Se estrelló contra él como un puño de realidad sólida. Primero el olor —nitrógeno evaporado que le quemó las fosas nasales—, luego el sonido —alarmas biométricas perforando sus tímpanos como agujas al rojo vivo—, y finalmente el dolor. Oh, Dios, el dolor. Como si cada célula de su cuerpo hubiera sido desmantelada y vuelta a ensamblar incorrectamente. Los músculos se contraían en direcciones opuestas, los huesos vibraban con frecuencias discordantes, y algo caliente y cobrizo inundaba su boca.
—¡Está convulsionando! —alguien gritaba—. ¡Sujétenle la cabeza!
Sangre. Podía saborearla, caliente y metálica, goteando de su nariz. Sus músculos se contraían sin control, pero su mano derecha permanecía cerrada en un puño imposiblemente apretado. Algo duro y cilíndrico presionaba contra su palma.
—Respira, Hikari, respira —Matsuda estaba sobre él, sus manos firmes pero gentiles sosteniendo su cabeza—. Las convulsiones pararon. Ya está, tranquilo. Vamos a llevarte al hospital.
Los espasmos cedieron. El mundo dejó de girar. Con esfuerzo infinito, Hikari abrió la mano.
El bolígrafo no debería existir. Pero ahí estaba: plástico negro con el logo de PRISM Biotech casi desvanecido por el tiempo, “Photonic Research & Integrated Systems Management” apenas visible en letras doradas desgastadas. La tinta azul en la punta estaba seca, formando una costra quebradiza que evidenciaba el paso inexorable de décadas.
Con sangre aún fluyendo de su nariz, Hikari contempló el logo descolorido de PRISM en su palma temblorosa, comprendió que había cruzado más que el tiempo: acababa de heredar la obsesión que había destruido a su familia, y ahora amenazaba con consumir la suya.
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